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Tragedias y Farsas

La apatía y el cinismo, la actitud del apolítico y la intención de pensar “por uno mismo”. Todos estos elementos proveen un resultado nihilista, pesimista o patético: todo da igual porque nada va a cambiar

Esa enfermedad de la apatía y el nihilismo, la dejadez política del ciudadano, parece venir de otra época. En Argentina, el siglo XX ha permanecido arraigado a la iglesia católica como instrumento de estabilización de determinados órdenes y la obediencia debida se plasmó a lo largo de décadas. Si se habla, desde diversos ángulos, respecto a esa gran Argentina con un PBI per cápita exorbitante y cuanto trabajaban los abuelos recién llegados de Europa, es también preciso destacar que el “no te metas” y “algo habrán hecho” son lógicas fundadas en vos ocupate de lo tuyo y no mires que le ocurre al otro. La apología de esos trabajadores, inmigrantes que tanto se rompieron el lomo y demás, donde la Argentina era potencia manifiesta la narrativa del “hay que volver al pasado” - casi como una demanda de un grupo de extrema derecha intimandonos a volver a la pureza de la nación.

Esa noción de “no te metas” ha durado mucho tiempo. Se aplica esta idea a golpes militares y la venta de activos del Estado, toma de deuda que pagarán hijos, nietos y subsiguientes. Ésto lleva a una normalización del cinismo para con la relación de los ciudadanos, con la política (en un sentido real y no en la deformación como sinónimo de “corrupción”), contra la reflexión sobre el futuro y la esperanza.

Éste caldo de cultivo deja a la Argentina parada en el abismo, en el abandono de los ideales metafísicos de un Dios que pueda salvarnos y confrontando el pesimismo más crudo en donde “no hay nada que se pueda hacer, nada va a cambiar”. Todo ello combinado con las retóricas más burdas del “no pienses, solo hazlo”. 

Nuestra era está plagada de la apariencia del mal karma, la imposibilidad de ir contra los designios divinos y la estrella bajo la cual hemos nacido. Entre todos estos órdenes resulta constructivo analizar la relación entre el entretenimiento y la acción política, pero en especial la relación de desgano en ambos casos.

Ya hay un par de décadas en las que los reality shows bombardean la psiquis ciudadana. En éste sentido debemos permitirnos escapar de la teoría platónica o la crítica ideológica marxista para aceptar que el ciudadano ve los programas pero no cree en ellos. Está muy implantado aún el error conceptual de que “los otros están en la matrix y son ignorantes de ello”. Al contrario, la idiotez de estos programas, sus diálogos premeditados, la concordancia con el espectáculo y show que intentan mostrar no cubre esa irrealidad del producto de la televisión. El ciudadano que ve un programa como Gran Hermano no considera que el mismo sea verídico, honesto, realista y significativo sino todo lo contrario. El juego no es ver y creer, sino ver-descreyendo. Es así como el observador reafirma su poder individual.

Se contrasta el observar y el creer. Ver un programa no significa que creamos en él. Leer la Biblia no significa que la persona sea creyente o que sea cristiano (en una esencia objetiva). De igual manera que leer a Marx no nos vuelve marxistas. 

Análogamente, en las redes sociales, ocurre otro efecto con esos videos representando situaciones idílicas: hay quienes observan, sabiendo que es imposible que eso sea así, pero aún así lo desean y le dan entidad (a la situación y el video) en el mismo acto de desearlo. 

Lo que los reality shows han logrado, a lo largo de dos décadas de erosionar la conducta, no es un cambio de mentalidad ni haber engañado a la población sino mostrar que es posible observar con distancia los sucesos, sabiendo que son mentira, pero también ofreciendo el regocijo (al televidente) de que no lo toman por tonto. Aquel que observa los reality shows sabe que detrás de cámaras hay guionistas y que se da una farsa. ¿Por qué miras ese programa entonces? En parte por el regocijo mismo de decirse a sí mismos que a mi no me engañan, pero también por la distancia que eso crea, el fetiche de la observación. El programa no se mira porque parezca real sino todo lo contrario, es la distancia de la realidad lo que facilita la autoridad en el observador que dice “yo sé la verdad, todo ésto es una farsa”. Claramente, dando la postura de un Gran Hermano.

Cuando la mecánica es comprendida es que se puede buscar su efectivización en otros ámbitos, especialmente en los procesos políticos. La parafernalia, los shows, los artistas invitados, las demostraciones de ésto y aquello (en los años electorales de USA, como al momento, hay eventos de varios días llenos de espectáculos y shows). El mismo procedimiento impera y opera. El ciudadano observa, no cree, él sabe bien que “todo es un show y que los políticos mienten (todos y cada uno)” pero aún así observa y opera bajo las reglas del juego como si creyera.

Lo que conecta ese “no creo pero hago como si” es la misma relación de votar por tal participante del reality show que poner el voto por tal o cual político en la elección que se aproxima. He aquí que hay una desintegración del tejido de lo real, donde ambos mundos se fusionan, uno que pertenece a lo inconsecuente (no hay resultado aparente o real en la vida de la persona que vota) y el otro que lleva una sustancial carga de responsabilidad: hay consecuencias en relación al proceso de elecciones, la democracia, la relación política, la economía y consecuencias para con la vida de la sociedad entera. 

He aquí que el poder simbólico del individuo (para consigo mismo, su metafísica de auto-percepción) se acrecienta en su nivel de cinismo y negativa constante. El sujeto posmoderno que está en contra de todo pero a favor de nada. Si bien en Argentina tenemos un alto grado de humor y sarcasmos, disfrutamos la parodia y la sátira, es también que ésto puede desbarrancar en la apatía total, nada es serio y nada es valioso de ser escuchado con atención. El “vivo” no cree en nada y de tal forma se facilita un lugar entre los que no se dejan engañar, como siempre le sucede a los otros. Pero ¿No será ésto la misma crítica que se hace al jefe? El que sabe sabe y el que no es jefe. O algo así como, que es muy sencillo aparecer a poner críticas cuando alguien comete un error pero es fácil estar todo el día esperando, sin hacer nada (sin creer en nada), a la espera de que el otro muestre un error y señalar. 

Aquel que “no cree en nada” y así “no lo engañan” crea un manto de alienación con la sociedad, las ideas, las otras personas y el poder de transformar la forma de vida. ¿Puede vivir sin creer en nada? Toda la interconectividad del siglo XXI de nada sirve si no se cree en los mensajes que se intercambian. El punto del reality show y la política (devenida en reality show) es que esa misma mecánica de la apatía, de poner el voto sin creer en nada, se traslada del primero al segundo. 

Aún así, el primero (reality show) no tiene consecuencia alguna, no hay un cambio de vida en la situación personal o general de la sociedad respecto a votar en un programa que ya saben todos que es ficticio. Lastimosamente, la misma apatía para con todo el sistema democrático, la política y el nihilismo-pesimismo del todo da igual carga con el mismo juego satírico del voto en las urnas. Casi como si el ciudadano, al ser tan bromista y sarcástico, dijera: la política es un reality show, todo está armado, todos mienten y el voto por tal y cual es un juego nomás

Problematizar sobre esa espiral de apatía deja de lado la relación de consecuencias: en los reality show no hay ninguna mientras que en el aparato político hay consecuencias tangibles, fácticas y reales porque aunque la persona “no crea” en la política es que habrá de tener un resultado. Es como ese cuasi-chiste de la física: “es así aún cuando no creas en ella”. Aún cuando no crea en las consecuencias de la gravedad, es que a la gravedad no le interesa, habrá consecuencias.

Podría ser que la república pendular se balancea entre la apatía y el orden autoritario. En los 90’, con il Carlo, ocurría lo mismo con el show de la política, un equivalente sudamericano al Berlusconi de Italia. La parodia, las gracias, fantochadas y extravagancias festejadas por el simple hecho de la revelación de la verdad política y la manifestación de su putrefacta esencia. 

La tragedia, en tal caso, se da al degradar la sustancia de la ciudadanía, la política, las ideas y la manifestación de las voluntades hacia un lugar de pantomimas de la farándula. Tal proceso es un ofrecimiento, ya dado hace unas décadas, a los ciudadanos para regocijarse en su apatía y abstención. Es decir, la no participación del apolítico se debe a que la política es una farsa pero nunca acepta que la misma caída en desgracia era un deseo que fue bien recibido y aplaudido por las mayorías. El ofrecimiento de los 90’ fue un manto de omisión, nunca acción, para que la ciudadanía pudiera resguardar su apatía y falta de voluntad, a la vez que no tener responsabilidad sobre las consecuencias de las políticas nefastas. Algo así como “y bueno, todos sabíamos que el 1 a 1 era una mentira, pero no había nada más que hacer sino zafar el momento”.

  Luego de los años 80’ de muchísima convulsión político-social, es que arriban esos 90’ donde la tragedia de la política se encuentra satirizada, donde el ciudadano pueda decir “ves? es todo una joda, es todo mentira, no hay razón por la cual involucrarme en nada, yo soy apolítico”. La farsa de la política actual es evidente, pero en sí misma sigue el modelo de lo que fueron décadas anteriores donde la sátira y parodia ofrecen garantías al ciudadano para que no se involucre. Caso contrario podría ser tomado de ignorante o inocente hasta el punto de decirle: “Vos sos tonto? En serio le crees a los políticos?” Y la respuesta es simplemente que no pero a su vez hay que saber que hay una amplia diferencia entre creer o no, siendo que al final de cuentas de una manera u otra es que habrá consecuencias para la economía, para la sociedad, para la calidad de vida, para las condiciones sociales que se manifiestan. El hecho no es creer en los políticos sino transformar la forma en que consideramos y manifestamos la voluntad ciudadana y en sí política.

Lo que remito es un eco de aquello que fue, la manifestación del pasado llega hasta nuestro días en la forma del partido libertario y al grito de “terminar con la casta”. La voluntad revolucionaria, al no ser canalizada por ningún otro movimiento, se vuelve sobre el pedido de acabar con los políticos. El problema es que no acaba con las estructuras y no desarma la tecnoestructura misma sino que cambia jugadores. Sería decir que la estructura está bien, pero las personas que ocupan los cargos son el problema. Debemos permitirnos considerar lo opuesto: que los procesos y estructuras, leyes y mecánicas de la sociedad, son parte del problema también.

En definitiva, ese eco de aquel otro tiempo, llega a nuestro días bajo la premisa de cambio, acabar con la casta, el que se vayan todos y todo tipo de alusiones a un quiebre de paradigma donde las cosas cambien de raíz. Todo ello es en cierto aspecto “racional” para el apático que se dice “al menos es algo diferente, no cuesta nada probar, total…perdido por perdido”. He aquí donde el bombardeo de “todo da igual”, “son todos lo mismo”, “nada va a cambiar” y demás rinde sus frutos porque aún el pesimista, nihilista, apático y apolítico ofrece su voto a aquel que diga que va a hacer las cosas diferentes o al menos que va a ser honesto (como il Carlo) mostrando que la política es corrupta y vil. Ese ciudadano que pone su voto tiene la capacidad de cubrirse, de evitar ser tomado por tonto, porque al fin de cuentas (al igual que con el reality show) dice: “yo no creo en las mentiras de los políticos, yo solo quiero algo diferente, no se que, no se como y no se quién me lo puede dar, por eso pongo mi voto aquí”. Al final del día si ese lugar donde puso su voto no funciona podrá decirse “y bueno, son todos iguales, yo nunca creí pero bueno, me veo obligado a votar y listo”. Así sella entonces el último eslabón que conecta la cadena de la apatía y “apolítica”: se dice que nada va a cambiar y obra en función de tener razón.   

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